miércoles, 31 de diciembre de 2008

El mentalista

Los ojos de los otros, nuestras prisiones:
sus pensamientos, nuestras jaulas.
VIRGINIA WOOLF

¿Les gustaría saber en qué piensa la gente?, preguntó el mentalista al público. En la sexta fila del teatro medité la respuesta. Sí, si los demás no pueden escuchar mis pensamientos, no en el caso de que puedan hacerlo. Me acordé de los viajes matutinos al instituto en autobús, preguntándome si alguno de los pasajeros tendría esa destreza. Cuando uno me miraba fijamente, un montón de ideas descabelladas, asesinas y pornoeróticofestivas, invadía mi cerebro y después ya no podía apartar esos pensamientos. Mierda, otra vez me han pillado. Y un día y otro y otro. Ocho años después volvía a preguntarme lo mismo. Si pudiera leer tus pensamientos a lo mejor no querría salir de ellos o a lo mejor querría cambiarlos o quizá, y lo más probable, es que me arrepentiese demasiado tarde de haberlos conocido. Imagino un muro, alto, de hormigón, tan grueso como dos murallas, para que no puedas invadir mi espacio, para que nadie pueda atravesarlas. Y detrás, allí escondidos, mis pensamientos, unos temerosos, otros crecidos y envalentonados. Pero el mentalista no parecía demasiado sorprendido así que supuse que no podía 'escucharme'. Seguro que era por aquel muro gigante que había construído, no me cabía la menor duda. El espectáculo iba complicándose, era la tercera vez que asistía en esa semana y esperaba que fuese la última. Había estado preparándome para ese momento, el truco final de la pistola, el támbor que alojaba una única bala, el voluntario del público que le decía mentalmente qué hueco del cargador se encontraba vacío...
- ¿El último voluntario de hoy?, preguntó el mentalista al público.
Mi mano se alzó entre la multitud, sudorosa pero firme.
- Sube muchacho, me retó.
Mientras iba subiendo los peldaños del escenario dibujé mentalmente un número 3 en mi muro de hormigón con letras rojas. La pondría en el segundo espacio. En mi cabeza el tres daba vueltas de campana, se multiplicaba por si mismo, giraba y giraba hasta acabar mareado.
- ¿Lo has pensado ya? No me lo digas, muchacho, sólo piénsalo para que yo pueda verlo en tu mente.
El mago giró el tambor y recé para que mi pared fuese lo suficientemente resistente. Apoyó la pistola contra su sien y disparó. Nada. Volvió a colocarla una segunda vez y mi corazón se aceleró. Cuando iba a accionar el gatillo cambió de opinión.
- Vamos a darle más emoción a este juego muchacho, me susurró. Y me cedió la pistola.
-¿Puede volver a realizarme otra vez la pregunta?, dije mientras secaba con el cañón una gota de sudor que comenzaba a caer por mi frente.
-Sí, contestó, ¿le gustaría saber qué piensa la gente?
- No, le increpé, quiero saber en qué está pensando usted. Y el muro se desplomó de pronto como un castillo de naipes al aire libre en una tormenta mientras el mentalista palidecía y mis pensamientos se convertían para siempre en su jaula.

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