domingo, 27 de junio de 2010

La tormenta

Este frío intenso, que se nos apresura desde otros mares y otras tierras menos cálidas, nos obliga a entrecerrar los ojos y apretar nuestros cuerpos. Siento la humedad en los huesos rotos y las cicatrices antiguas en un pequeño dolor que no acaba de intensificarse. Se difuminan los colores de los elementos que nos rodean, la mesa ya no es mesa sino suelo, la taza se funde con mi mano y no hay dedos ni asas sino apéndices extremos con movimientos informes. Extasiados, contemplando el incidente que transforma tu pelo en aire, tus pies en tierra y tus brazos en árboles, teléfonos móviles o cualquier cosa capaz de ser tomada. No te toco, por si el contacto pudiera absorverte y desaparecieras para formar parte de mi piel y de mi sangre. Un torbellino de papeles, café y tinta vuela sobre el techo de la habitación que se agita como si pudiera salir disparado. Y sale. Y detrás de él vamos nosotros, flotando sobre el sofá y las mantas que mi madre había doblado sobre la silla. Floto en el aire y con cada centímetro que me alejo del suelo un nuevo elemento me roza y se une a mí. Las flores se funden con mis piernas, la caja de madera con horquillas y pendientes se convierten en mis nuevas extremidades y el televisor se me acopla como un parásito en el vientre. Me elevo y observo que tú te quedas en tierra, aferrido a la argolla que sujeta las cortinas a la pared. Va desapareciendo el frío y un sol que antes estaba oculto me llama insistentemente. Las manos se te han transformado en tela y metal, la estructura te atrapa y te rindes a su fuerza. Sigo ascendiendo y pierdo de vista mi habitación, mi casa, mi barrio, mi ciudad. Energía y pensamiento flotando en un éxtasis visual de colores y formas que se contraen y se expanden. Asciendo rápido y la culpa por no ayudarte empieza a difuminarse, no consigo recordar tu rostro, tu nombre se ha borrado de mi memoria, el espacio que antes ocupabas ha desaparecido completamente. En la habitación sólo queda una cárcel de piel, barras, huesos y tejidos que grita que no le olvide. Ya no soy alma y cuerpo, ya nunca más habrá frío intenso ni calor extremo. Aire, tierra, fuego y agua fundidos en una sola materia que flota y se precipita felizmente hacia el universo.

sábado, 26 de junio de 2010

Hormigas

Escribo estas líneas mientras las hormigas me devoran los pies. Culpo a la tormenta de anoche, a los truenos y relámpagos que las han hecho buscar un hogar menos húmedo y más seguro. He seguido su itinerario desde el escalón roto del portal. A través de la fachada del primer piso han conseguido colarse en la estructura del edificio. Mi casa está construída como se hacían antes las edificaciones de la clase burguesa. Entre pared y pared hay un hueco oscuro de unos 30 centímetros, y el suelo descansa sobre otras estructuras huecas que sirven de cobijo a estos animalitos. Las más atrevidas decidieron coger el ascensor, las hormigas más ancianas optaron por el camino seguro y todavía se encuentran deambulando por los pasillos secretos de las entreparedes. Esta mañana he contado veinte sólo en el salón y me he cruzado con una despistada en el cuarto de baño. Me pongo el café y vienen todas a saludarme y darme los buenos días con sus diminutos cuerpecitos negros y sus cabezas redonditas. Son las diez de la mañana de un sábado y estoy despierta, ellas casi no se lo creen. He intentado explicarlas que ayer fue un día duro, que estaba tan cansada que cuando llegué a casa caí en el sofá y sólo pude levantarme para desplazarme hasta la cama. Les he intentado explicar que no vi hormigas en Fuenlabrada, algo que me pareció extraño, y ellas me han contado que emigran hacia el norte de la comunidad porque hay más fresquito y menos tráfico. Una de mis pequeñas amigas quiso acompañarme a realizar mis exámenes, pero después de ver los coches sonámbulos a las siete de la mañana le entró miedo y se dio la vuelta. Las miro y te miro a tí, con las legañas del sueño todavía adosadas a tus enormes ojos castaños de perro, y pienso que todo va a salir bien, que nuestros planes se van a hacer realidad, que dentro de poco acariciaré tus enormes y suaves orejas negras en nuestra propia casa, mientras miles de hormiguitas me devoran los pies mientras desayunamos.

jueves, 3 de junio de 2010

El espía

Carlos era un chico normal, completamente anodino. Castaño, de ojos marrones, de complexión media, estatura normal, con las típicas aspiraciones de un hombre español: independizarse a los 18 años, encontrar a la mujer de su vida después de haber errado al menos una docena de veces, comprarse una casa por debajo del valor del mercado, tener un trabajo fácil e interesante y, tal vez, tener uno o dos hijos. Carlos era aburrido la mayor parte del tiempo. Había días en los que se levantaba sin ganas de hacer nada y se dedicaba a meditar y mirar a través de las ventanas de casa de sus padres. Sí, seguía viviendo con ellos y ya casi rondaba los 30. Estaba en paro, así que de trabajo interesante nada de nada. Con respecto a la idea de comprarse una vivienda... sin trabajo y con unos ahorros medios de 1o euros al mes lo tenía bastante complicado. De este modo, había días en los que la apatía, la desidia o simplemente el hastío le obligaban a permanecer mudo para el mundo, y se veía asímismo como un observador que realiza un estudio para gente más interesante, más inteligente y mucho más rica que él. El principal problema de Carlos era que no tenía ningún problema, así se lo decía Blanca, su mejor amiga, pero lo hacía siempre de un modo mucho más destructivo y complejo. Blanca no era lo que se dice una persona típica, lo analizaba todo y encontraba explicaciones retorcidas a historias simples sin recovecos.
- Tienes que buscarte un pasatiempo, Carlos, algo que llene tu vida de nuevas emociones- decía Blanca.
Y eso es justo lo que hizo Carlos, buscarse una actividad con la que pasar el rato. Decidió hacerse espía y empezó a investigar a la gente que tenía más a mano: a sus vecinos. Le llevó dos meses descubrir que la hija de la vecina del 6ºD se veía a hurtadillas con la del 2ºA y que se lo montaban en el cuarto de ascensores todos los miércoles a las seis de la tarde. Dejó los devaneos lésbicos de las dos adolescentes para descubrir por qué la señora del 4ºC se arreglaba tanto cuando su marido tenía viajes de negocios, y ésto para saber la razón por la que el señor García, del 3ºB, había vendido su coche y su segunda vivienda en menos de tres meses.
Carlos se consideraba un espía estupendo, un observador innato, con unas dotes sobrehumanas para la captación de pruebas y la recolección de cualquier cosa que al resto del mundo pudiera pasarle desapercibido.
Un miércoles por la tarde, a eso de las 18:15 horas, Carlos estaba investigando a la vecina del 2ºC del bloque de enfrente cuando se dio cuenta de que le estaban mirando. Aquella muchacha, que debía tener uno o dos años menos que él, se encontraba escondida detrás de unos matorrales y le miraba directamente. Sí, era a él. Al verse sorprendida, saltó a la zona adoquinada y fingió que estaba buscando algo entre los setos. El observador estaba siendo observado. Carlos no podía creérselo, no sólo había otra persona que se dedicaba de forma no profesional a lo mismo que él, sino que además era mucho mejor.
Empezó a seguirla asiduamente, unas cuatro horas al día. Iba con ella (en la distancia) a hacer la compra, bajaban juntos a la piscina (ella prefería el sol y él la sombra de un árbol), salían por los mismos bares (Carlos empezó a trabajar en la cervecería a la que ella acudía todos los viernes) y no había día en que no tropezaran "casualmente" por la calle.
La chica empezaba a pensar que los frecuentes contactos visuales con Carlos no eran cosa del azar o del destino. Desde hace un par de meses se lo encontraba en los lugares más disparatados y le había pillado observándola desde detrás de las estanterías de la leche en el supermercado. ¿Por qué razón la perseguía? Porque ella tenía muy claros sus motivos: le encantaban sus ojos marrones, completamente normales, la forma que tenía de caminar despreocupada y sin prisas, los libros que leía en los bancos del parque y que ella trataba de adivinar a través de los colores y letras de las tapas, le gustaba su forma de vestir, su voz, su estatura media y su corte de pelo. Para ella, Carlos no era un chico normal, era el ser humano más especial con el que se había topado.