jueves, 30 de septiembre de 2010

Tardes grises

Llego a casa cansada, después de un día que se me ha hecho y que me ha hecho torpe. Encuentro y desencuentro en tres minutos y medio, abro los ojos y cae el velo. Gritos y lágrimas sin sentido, sólo por desahogarme, sólo por mí, sólo por hacerme oir y que mi voz no se la lleve el viento y se pierda en el olvido. Bajo por Tribunal a Noviciado, tomo la Gran Vía, la cuesta que lleva a la estación de Príncipe Pío, camino hasta el Puente de Segovia y espero al autobús. Amo Madrid y la odio profundamente, como dos amantes que se buscan y se rechazan continuamente, como el último bocado de tu comida preferida cuando sigues teniendo hambre. Y sed de la ciudad, de sus calles, de las miradas de los viandantes, de perder el sentido en sus bares cálidos y llenos de ajetreo, de música de guitarristas y de malabaristas callejeros. Hago dos llamadas en el camino, otra más en el asiento trasero del autobús para confirmar mi siguiente cita. Tras los cristales, la calle Segovia se me antoja más hermosa que ninguna otra, con sus carteles publicitarios imposibles de "Todo a 1o euros", con esas terrazas inmensas con altura de un segundo siendo un primero. La luz de esta tarde de septiembre debe ser mágica (a lo mejor los que son especiales son los caramelitos blancos y amarillos que me ha recetado la Seguridad Social) porque acudo a mi reunión extrañamente puntual y calmada. Hablamos tranquilamente de nosotras, de los problemas con los que nos obcecamos y a los que negamos una solución rápida y sana. Pasan las horas entre mi café y tu cocacola, mis cigarrillos lucky y tus patatas fritas con sabor a jamón. Las dos sabemos que no podemos arreglar el mundo, pero si podemos evolucionar sin perder nuestra esencia, repararnos y mejorarnos. Cuarta llamada de la tarde, a tí que conservas intacta tu sonrisa y tus ganas de seguir adelante a pesar de todo. No puedes disfrutar del amor si estás enfermo y no puedes amar a nadie que no esté sano (y ese tío, perdóname, no lo está). Una mujer sabia me dijo hace poco que los jóvenes estamos equivocados, que lo más importante es tener salud, porque solamente en ese estado puedes disfrutar del amor, del dinero y de otros placeres de la vida. Razón no le falta. Hacemos una lista telefónica: salud, amistad, proyectos, deseos, sexo y... se nos olvida el dinero en algún pensamiento que se distrae en los planes del viernes, entre escotes y fotografías. Regreso a casa, abrazo a mis perras, las beso. Jana me trae unos calcetines, después me acerca el pijama, me pone su cabeza peluda sobre el ordenador y resopla. A los pocos minutos los ruiditos de la respiración son ya un ronquido profundo y perturbador. Acaricio la suave mancha negra que tiene pintada en el lomo blanco, no se inmuta pero baja la intensidad del sonido. Otra conversación en la distancia que dura más de los tres minutos y medio con los que he empezado la tarde, sin posibilidad de encontrar una solución satisfactoria. Pienso y te digo que eso es lo que sucede cuando intentas agradar a todos y no tomas tus decisiones, me respondes que lo consultarás y no te refieres a con la almohada. No es mi problema, no son mis celos ni mis ideas febriles y no soy yo la que las acreciento.
Estoy cansada y torpe pero no puedo dormir. Lejos quedaron los enfados del día, vuelvo a encontrarme pesada, me duele la cabeza y no consigo leer más de 10 páginas de Gunter Grass seguidas. La historia me gusta pero la forma de escribir de este señor me atormenta. Vueltas y revueltas en la cama, mi Jana y yo, vamos intercambiando espacios y trozos de colcha. Las 4:30 de la mañana. Posibles reacciones adversas de las pastillitas de marras (palabra que tanto le gusta a mi amigo Dani): insomnio. Suena el despertador 3 horas y media después. El primer pensamiento del día se lo dedico a mi madre.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El huevo o la gallina

Tal vez sea la intemporalidad de los gustos, ese extraño perfil que me atrapa sin querelo. Levanto la vista y te acercas, el pulso late apresuradamente. Se me pierden las palabras mientras pienso en algo inteligente que escupirte, porque no puedo hablarte si me miras, ni observarte más allá del rabillo del ojo, ni ponerte ojos de oveja modorra. Sólo escupir monosílabos, rozar tus dedos al extender el mechero, meter tripa y sacar pecho al cruzarnos por la calle. Mentalmente repito tu nombre que rima con demasiados adjetivos y con muy pocos nombres propios. Te llamas como mi primer novio que cerró mi tienda de campaña con pinzas de ropa para que no se me colara el agua dentro. Como ése que al cogerme la mano me hizo vibrar y sonreir, sonreir y soñar, soñar y recordar su nombre y apellidos veinte años después. Huevo o gallina, tu nombre o tu forma de caminar, de pasar las páginas de tus libros en los bancos del parque.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Los siete pecados capitales de Park Chan-wook

1. No feeling guilty.
2. No restlessness.
3. No useless daydreaming.
4. No being sad.
5. No sympathy.
6. No hesitating about anything.
7. No thankfulness.

Parece que Park Chan-wook es un reputado y conocido director de cine asiático muy valorado por la crítica. Hasta ayer desconocía su existencia, seña inequívoca de que no soy muy fan de las pelis japonesas, coreanas, chinas o vietnamitas. A mí todo el cine asiático me parece similar: escenas muy largas, recreación de ambientes con muchos detalles y planos que crean tensión donde no hay movimiento. Las peliculas de terror son otra historia, los niños que reptan por las paredes al más estilo transpotting con los ojos rasgados me causan pavor y por eso me chiflan. "Soy un ciborg" es una obra coreana cuanto menos curiosa. La protagonista cree que es un cyborg y la ingresan en un sanatorio psiquiátrico. Allí conoce a un joven que es un ladrón de habilidades, objetos y almas con el que trabará una extraña relación de amor-amistad-dependencia. Todos los personajes están completamente desequilibrados y se crean situaciones extrañas y divertidas: la prota de cejas inexistentes dialoga con una máquina de café, una chica obsesionada con la comida y con su piel vuela al frotar los pies con sus calcetines mágicos, a un enfermo le pica el culo cada vez que juega al ping pong, enfermos que chupan pilas para cargar sus baterías, ... No estoy muy segura de si la película me gustó o me disgustó, pero la verdad es que no me dejó indiferente. Los siete pecados capitales en los que la chica intenta no caer son un intento de ser felíz mucho más cercano a la realidad que los tradicionales heredados del catolicismo. De este modo sustituimos lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia por no sentirse culpable, no descansar, no fantasear, no estar triste, no sentir compasión, no dudar y no estar agradecido. Y lo más importante, hay que apartar de la mente la idea de que todos tenemos abuelas.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Loca

La noche será larga. Vuelve al mismo pensamiento una y otra vez: "estoy rota, estoy rota". En esta ocasión, de forma sensible. Ha perdido dos horas en la sala de urgencias del hospital, de paredes lisas blancas y suelos azules con motas grises. El perfume de su champú se ha perdido entre el olor a lejía, desinfectante, sangre y vómitos. Podía notar los dedos inexpertos del médico con traje verde que la ha examinado, el frío tacto del aparato que medía su dolor, el aroma a desinfectante de los brazos del interino cuando se le ha acercado, pero no podía oirle con claridad. La acompaña a la sala de espera donde se encuentran los mismos pacientes que hace dos horas. Otra habitación minúscula, más pruebas. "Tienes un 33% de posibilidades de recuperarte, un 33% de quedarte en esta situación y un 33% de empeorar", asegura la doctora mientras se coloca las gafas para leer los datos del estudio. Ella sólo puede pensar en el pitido que perfora sus timpanos y se adentra lentamente en su cerebro. Pasa la tarde en compañía de una amiga, entre risas, confesiones e historias de verano. Al llegar a casa come algo y ve una película. Mira el cuadrante que le ha hecho su madre y que ha colgado en la nevera. Mañana le tocan siete pastillas en ayunas, dos a la hora de la comida y otro par con la cena. Suspira y se va a acostar. Piensa en un castillo de naipes que se ve súbitamente derribado por una ráfaga de viento, una figura de arena en la playa que es devorada por las olas del mar, en los pétalos de una amapola en mitad de una tormenta primaveral. Por la ventana de su habitación entra un fresco aire, como cualquier noche pero sabe que hay algo distinto a las demás, algo sensible que no puede identificar. Los grillos, los aspersores regando las plantas, la música de los coches que se acercan al aparcamiento, los pasos de un caminante tardío. Ahora son sólo murmullos entremezclados. No puede dormir. No puede pensar con el incesante ruido taladrándole la cabeza. "No estoy enferma, sólo me estoy volviendo loca". Da vueltas en la cama, huyendo de las lágrimas que han empapado la almohada. Esta noche le hubiera gustado escuchar tu voz, aunque fuera sólo un susurro en el viento.