miércoles, 26 de mayo de 2010

La bella muriente

Meses después de aquella conversación que mantuvimos en un lugar ya olvidado, te brindo mi versión de la bella durmiente. No es difícil considerar la idea de que Shakespeare debió escuchar este cuento antes de escribir su Romeo y Julieta. Aunque la primera versión del cuento popular no fue plasmada en papel hasta 1697 por Charles Perrault, las malas lenguas afirman que se transmitió de manera oral hasta esa fecha. La visita de las madrinas al bautizo de la recién nacida es un pequeño gran guiño a la manzana de la discordia que fue la desencadenante de la guerra de Troya. Por este tipo de cosas, me encantan los cuentos. Ah, se me olvidaba, al final no son zombies, se me hacía muy rebuscado.

Hubo una vez un rey y una reina en un país muy lejano que vivían felices rodeados de las mayores riquezas que puedas imaginarte. Solamente había una cosa que hacía entristecer el corazón de los monarcas: no tenían descendencia. La reina se pasaba la mayor parte del día con las piernas elevadas tras la fecundación para que los bichitos del rey anidasen en sus majestuosos óvulos. Incluso le puso los cuernos al rey con el jardinero de palacio, que contaba ya con seis hermosas hijas y cuatro fornidos varones, pero tras un centenar de intentos fallidos, se dio por vencida. Después de un largo tiempo, la Reina concibió una niña. Estaban tan felices con el embarazo que se pasaban todas las tardes visitando carpinteros, modistas y tapiceros y se olvidaron de lo más importante, ponerle un nombre a su adorada hija. Era tanta su alegría que el Rey anunció una gran fiesta para el día de su bautizo. Como madrinas de la pequeña Princesa invitaron a todas las hadas que hallaron en el reino, un total de siete. El Rey preparó para cada una de ellas un regalo: un cofrecillo hecho en oro, rubíes y diamantes y las hadas, en agradecimiento, otorgaron a la pequeña princesa un don cada una.

- ¡Serás la más bella de todas las doncellas!, dijo la primera hada, que vestía de ázul pálido.

- ¡Tendrás la bondad de un ángel!, recitó la más pequeñita, adornada con tules blancos.

- ¡Tendrás la gracia de una gacela!, murmuró la más simpática y graciosa, engalanada de verde.

- ¡Bailarás con toda perfección!, afirmó el hada más fiestera, ataviada con un traje de seda rojo.

- ¡Cantarás como un ruiseñor!, tarareó la quinta, que había quedado la segunda en un certamen de cantos mágicos e iba de amarillo.

- ¡Tocarás todos los instrumentos musicales de maravilla!, asintió la penúltima que podía tocar la flauta travesera y el acordeón a la vez.

De pronto, un hada hermosísima vestida de negro de los pies a la cabeza, que no había sido invitada a la celebración por olvido del rey, entró en la sala y lanzó un maleficio a la princesa: ¡ El día de tu cumpleaños número dieciséis te pincharás con una aguja y morirás!

Por suerte para la pequeña, la última de las hadas buenas que iba vestida de rosa, que aún no había dado su regalo, respondió al sortilegio con voz dulce: - Majestades, vuestra hija se pinchará el dedo con una aguja, pero no morirá. Dormirá profundamente y pasados cien años un príncipe la despertará.

La sexta hada no es que fuese tonta, es que llevaba aburrida miles de años y decidió darle un poco de vidilla a la eternidad y pensó: En lugar de anular la profecía de mi hermana siniestrilla, voy a ponérselo un poco más difícil... No decidió congelar el lugar, sino dejarles dormidos, sin comida, sin luz, sin ventilación... El hada sabía perfectamente que nadie podía sobrevivir tanto tiempo en coma y ansiaba ocupar las alcobas del gran palacio y autoproclamarse soberana única de esas tierras. Era un hada buena pero no tonta.

El rey, asustado, ordenó que se destruyeran todas las agujas del reino. Pasaron así quince o dieciséis años sin que nada ocurriese... hasta que un día la Princesa, paseando por el gran castillo, descubrió una pequeña habitación. Allí el hada malvada, disfrazada de anciana, cosía con aguja e hilo... La pequeña princesa se quedo extasiada al contemplar aquella máquina de madera que se movía al compás de los pies de la señora y se acercó a la rueca. Acarició la madera y observó un palo de metal que brillaba más que el mismísimo sol y entonces... ¡Se pinchó en el dedo, tal como había predicho el hada malvada! Al instante, la adoslescente princesa cayó al suelo y quedó profundamente dormida. Lo que nadie sabía (nadie salvo el hada gótica malvada) es que aquella rueca estaba impregnada con un virus biogenético destinado a crear una nueva raza de superseres y llevar el mundo al apocalipsis.

El Rey, desconsolado, trasladó a la bella Princesa y la depositó en su hermoso lecho de oro y plata. Enseguida, mandó llamar al hada rosa que, al ver la gran tristeza de todos los habitantes del castillo, dijo al rey: - Majestad: para que nuestra Princesa no se encuentre sola en el sueño, dormirán todos, y no despertarán hasta que termine su largo sueño. Tras haber pronunciado estas palabras cayeron todos dormidos. A partir de aquel momento, un bosque mágico cubrió el castillo y lo hizo impenetrable.

Y así pasaron cien años hasta que un apuesto príncipe (cuyos padres tampoco le habían dado un nombre), montado en su corcel, pasó cerca del lugar. Aunque él no pensaba pararse, el caballo tuvo un presentimiento y obvió las indicaciones de su amo y señor. Tan pronto como desmontó, el bosque impenetrable se abrió ante sus ojos y vio el castillo. El Príncipe, intrigado, entró en aquel lugar, donde todo el mundo parecía estar dormido.

Cuando llegó al magnífico lecho de oro y plata, la hermosa Princesa dormía. Asombrado por su belleza, por la palidez de su tono, y porque no había nadie alli para recriminarle nada, se inclinó sobre ella y la poseyó violentamente. Al notar la sangre cálida corriendo por las venas azules del visitante, la princesa despertó de su aletargo y clavó sus afilados colmillos en su cuello. A continuación, mordió su muñeca y le dio al príncipe un poco de su sangre pues al verle se había quedado repentinamente enamorada de él. Los dos repitieron el proceso con cada uno de los habitantes de palacio hasta que amaneció. La noche siguiente, los festejos terminaron con una gran boda que unió para siempre a la Princesa muriente y el apuesto Príncipe. Y murieron felices y comieron sirvientes, lacayos, doncellas, cocineros, ... y aprendices.


viernes, 21 de mayo de 2010

YES

Baudelaire, un libro de fotografía del siglo XX, decenas de novelas en inglés... Estás dormido, profundamente, y no puedo ver tus ojos verdes y el pequeño espacio entre tus dientes delanteros superiores. Desnudo, con tu mano pegada a mi costado. No puedo dormir, no sé si porque todo a mi alrededor es extraño o porque temo que al despertarme me encontraré al lado a un ciborg y no a un dios venido de Liverpool. He roto todas las reglas que me había preestablecido. You are beautiful, me dices. Te contesto una salvajada en español, porque sé que no lo entiendes. Eras el chico más guapo de todo el bar, tal vez el más sexy de todo Madrid. You are so great, jadeo en el apartamento donde te alojas. Baudelaire no es tuyo. Tocas en un grupo de jazz pero no te veo leyendo sentado en un barco del parque, seamos sinceros. Retiro y bares, eso es lo que conoces de mi ciudad. You kissed very nice, me susurras, ¿Do you have a boyfriend? Te digo que no. Me preguntas que si puedes serlo tú durante los próximos 2 días, que luego te marchas a casa. Confieso para mis adentros que con una hora me conformaba pero mis labios sólo pueden decir YES. Nos vamos, me besas en el taxi, en el sofá del apartamento, bailamos cada vez más ligeros de ropa. Cruzo los dedos al bajarte los pantalones. Oh, yeah. Sonríes y me quito el sujetador, las medias, y nos sumergimos en una marejada de lenguas, caricias, mi sexo en tu boca, tu miembro entre mis manos, entre mis piernas, sobre bajo y alrededor de mi lengua. Debo haberme quedado dormida porque la luz inunda esa habitación desconocida. No sé qué hora es y me visto despacio, contemplando tu piel desnuda. Me preguntas en el taxi mi edad, crees que tengo 22. Tu dices 21 y al conocer mis 28 dices 27. ¿Por qué he preguntado? Me quedo con tus 27, oh my god. Nos metemos en la ducha entre el primer y el segundo round (seguro que tienes 21) me acaricias y no puedo dejar de tocarte. Te digo que me gustaría alquilarte, como una casa o como un coche. Te ríes. You are so beautiful. Intento contarte mi vida en inglés pero tu belleza me abruma. Me he quedado dormida darling. Al abrir los ojos, el dios blanco no ha mutado en un ciborg. Recojo mi bolso del suelo. Te beso en la frente, en la boca, acaricio tus mejillas. I have to go home, digo. Susurras algo que no puedo comprender. Sleep, honey, sleep. Salgo a hurtadillas del piso, son las 9:15 de la mañana. Si no te vuelvo a ver, please to meet you.

jueves, 13 de mayo de 2010

Que no pare de llover nunca

Llueve mucho. Demasiado para salir a la calle a pasear a las perras. Espero impaciente con los ojos pegados a la ventana del salón y las cortinas corridas. Llueve y siento un escalofrío que empieza en la punta de mis manos, el agua chorrea por los cristales, la hierba de los jardines es verde y mullida, los altos cipreses pelean erguidos por el agua que se derrama desde las cornisas. Torrentes de agua dulce y refrescante. El sonido me provoca otro escalofrío que despierta las partes de mi cuerpo que aún se encuentran dormidas. Me pego más a la fría ventana intentando tocar la lluvia con unos dedos invisibles que traspasan los materiales más sólidos. Imagino que me encuentro al otro lado, con los brazos y los hombros desnudos, que el agua resbala por mi cuello y se cuela en mi camiseta hasta llegar al ombligo. Imagino, mientras una de mis manos, desobedeciendo las órdenes de mi cabeza, se ha colado por debajo del pantalón vaquero. Sigo sintiendo la lluvia mojando mi pelo y los dedos me acarician suavemente, cálidos y expertos. Creo que puedo escuchar el sonido de una cascada a lo lejos, me faltan manos para calmarme, mares para apaciguar los fuegos que van surgiendo mientras la lluvia me golpea con más fuerza. Acaricio, arrastro, presiono. Que no deje de llover nunca. Pero empieza a ser más débil y el agua resbala con menos ímpetu en el cristal, y a través de él contemplo una figura conocida, caminando, a excasos metros de mi ventana. Es él, el chico dcl otro lado del espejo, mi vecino del tercero, al que sigo o tal vez me sigue, no estoy muy segura. Y digo su nombre mientras la lluvia le resbala por la chaqueta, y mis dedos susurran su nombre en círculos, rectas y formas aún más cálidas. Pierdo el control del tiempo y del espacio. Al volver la mirada hacia la calle sólo quedan las aceras mojadas y las huellas recientes de un observador casual. Me arden los dedos, que no pare de llover nunca.

domingo, 9 de mayo de 2010

Naufragio

No me preguntes más por él. Hace tiempo le dejé en una balsa en mitad del oceáno y ha decidido abrazarse a las tablas en lugar de remar en dirección a tierra firme. Me embarga una estúpida sensación de preocupación y culpabilidad. Sé que está vivo, que respira, come y duerme, creo que espera que alguien le rescate. Miento, no creo, sé que espera que alguien le rescate, pero esta vez no voy a ser yo. Sueño despierta que observa un barco en la distancia y le veo agitar los brazos reclamando auxilio, imagino que se sacude la apatía y se lanza al océano en un triple salto mortal y nada junto a los delfines hasta la costa. La realidad es que ha encontrado en la madera una aliada y quizás una amante y yo me siento confusamente responsable de su destino. Vuelvo a verle y vuelve a buscar la parte desnuda de piel que deja mi vestido rodeando mi cuerpo con sus brazos, acariciando en un descuido los hombros y la espalda. "Rescátame", dice. "Salta de la balsa", respondo. Y le dejó allí solo, rodeado de agua y cruzo los dedos para que decida seguir adelante. Tal vez la corriente le empuje hasta nuevas tierras, le broten alas o unos simpáticos peces empujen su barca. Lo siento, hoy no puedo salvarte.

sábado, 8 de mayo de 2010

The healers

Ladies and gentleman... Estabas al fondo del bar, con una botella de zumo de tomate en la mano derecha y apoyado sobre la barra. Te miramos, era evidente que no eras de aquí. El grupo comenzó a colocar los instrumentos sobre el escenario. Llevabas un pantalón negro ancho con una cadena amarrada a uno de los bolsillos, un chaleco de cuero, una camiseta también oscura y el pelo lleno de miles de finas rastas. En la oreja derecha un aro plateado. Los músicos comenzaron a tocar, dejaste el zumo rojo en la barra y te acercaste al escenario. Agarraste el micrófono y dijiste: "Ladies and gentleman, from New York city..." Tu voz era a veces muy grave y otras muy aguda, el corazón, los pulmones, el cerebro me palpitaban bajo la piel y los huesos. Me teletransporté mentalmente a un club neoyorquino de hace más de dos décadas, percibí el olor a puro avainillado, a whisky añejo y a colonia de hombre. Me compré tu disco en el descanso y me acerqué a la barra para que me lo firmaras. What I know, what I see, what I feel, what I want of you... Versiones, propias, tus palabras entre tema y tema, el guitarrista lamiendo las cuerdas, el bajista con la mirada perdida en el horizonte en un estado similar al éxtasis... y nosotros allí, bailando y tarareando las letras mientras el batería aporreaba los platos. Fue un concierto mágico. Y mañana más.

martes, 4 de mayo de 2010

La diosa

Nadie podía saber que te estremecías al notar la brisa de las primeras horas de la noche, ni que el olor de los lilos te provocaba un inmenso placer sensitivo igualable a muy pocas cosas. Deseabas abandonar la ropa debajo de los almendros y restregarte contra las ramas de los árboles para imregnarte de su olor, retozar en el húmedo césped y que las hormigas recorrieran tu cuerpo en diminutas sendas infinitas. Eras la puta diosa de la naturaleza cuando la ciudad devoraba el sol con su lengua anaranjada y cálida y los pájaros daban paso a las criaturas nocturnas. El sonido de la oscuridad al apoderarse de la tierra, de las alargadas sombras estivales, y tú esperando agazapada entre los arbustos a que se difuminase el atardecer para volver a salir de caza. Con el pelo enmarañado y cubierto de pétalos de margaritas. Tus ojos de amazona, cálidos y rasgados, escudriñaban cada centímetro del campo de visión, que cada noche era más amplio, para conseguir el alimento deseado. ¿Qué extraño y poderoso ser eras? No parecías temer a nada y parecía que lo amabas todo. Corrías desnuda por las sendas del bosque entre los árboles milenarios y te bañabas en los ríos frotando tu piel con las flores más aromáticas que encontrabas, pero al llegar a la orilla de la gran ciudad, un escalofrío te obligaba a darle la espalda, a recoger tu ropa y a vestirte apresuradamente. La diosa naturaleza sentía pudor ante las luces de las farolas y el asfalto de las calles, vergüenza ante los ojos de los edificios y de las catedrales.