jueves, 13 de mayo de 2010

Que no pare de llover nunca

Llueve mucho. Demasiado para salir a la calle a pasear a las perras. Espero impaciente con los ojos pegados a la ventana del salón y las cortinas corridas. Llueve y siento un escalofrío que empieza en la punta de mis manos, el agua chorrea por los cristales, la hierba de los jardines es verde y mullida, los altos cipreses pelean erguidos por el agua que se derrama desde las cornisas. Torrentes de agua dulce y refrescante. El sonido me provoca otro escalofrío que despierta las partes de mi cuerpo que aún se encuentran dormidas. Me pego más a la fría ventana intentando tocar la lluvia con unos dedos invisibles que traspasan los materiales más sólidos. Imagino que me encuentro al otro lado, con los brazos y los hombros desnudos, que el agua resbala por mi cuello y se cuela en mi camiseta hasta llegar al ombligo. Imagino, mientras una de mis manos, desobedeciendo las órdenes de mi cabeza, se ha colado por debajo del pantalón vaquero. Sigo sintiendo la lluvia mojando mi pelo y los dedos me acarician suavemente, cálidos y expertos. Creo que puedo escuchar el sonido de una cascada a lo lejos, me faltan manos para calmarme, mares para apaciguar los fuegos que van surgiendo mientras la lluvia me golpea con más fuerza. Acaricio, arrastro, presiono. Que no deje de llover nunca. Pero empieza a ser más débil y el agua resbala con menos ímpetu en el cristal, y a través de él contemplo una figura conocida, caminando, a excasos metros de mi ventana. Es él, el chico dcl otro lado del espejo, mi vecino del tercero, al que sigo o tal vez me sigue, no estoy muy segura. Y digo su nombre mientras la lluvia le resbala por la chaqueta, y mis dedos susurran su nombre en círculos, rectas y formas aún más cálidas. Pierdo el control del tiempo y del espacio. Al volver la mirada hacia la calle sólo quedan las aceras mojadas y las huellas recientes de un observador casual. Me arden los dedos, que no pare de llover nunca.