martes, 4 de mayo de 2010

La diosa

Nadie podía saber que te estremecías al notar la brisa de las primeras horas de la noche, ni que el olor de los lilos te provocaba un inmenso placer sensitivo igualable a muy pocas cosas. Deseabas abandonar la ropa debajo de los almendros y restregarte contra las ramas de los árboles para imregnarte de su olor, retozar en el húmedo césped y que las hormigas recorrieran tu cuerpo en diminutas sendas infinitas. Eras la puta diosa de la naturaleza cuando la ciudad devoraba el sol con su lengua anaranjada y cálida y los pájaros daban paso a las criaturas nocturnas. El sonido de la oscuridad al apoderarse de la tierra, de las alargadas sombras estivales, y tú esperando agazapada entre los arbustos a que se difuminase el atardecer para volver a salir de caza. Con el pelo enmarañado y cubierto de pétalos de margaritas. Tus ojos de amazona, cálidos y rasgados, escudriñaban cada centímetro del campo de visión, que cada noche era más amplio, para conseguir el alimento deseado. ¿Qué extraño y poderoso ser eras? No parecías temer a nada y parecía que lo amabas todo. Corrías desnuda por las sendas del bosque entre los árboles milenarios y te bañabas en los ríos frotando tu piel con las flores más aromáticas que encontrabas, pero al llegar a la orilla de la gran ciudad, un escalofrío te obligaba a darle la espalda, a recoger tu ropa y a vestirte apresuradamente. La diosa naturaleza sentía pudor ante las luces de las farolas y el asfalto de las calles, vergüenza ante los ojos de los edificios y de las catedrales.

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