sábado, 26 de junio de 2010

Hormigas

Escribo estas líneas mientras las hormigas me devoran los pies. Culpo a la tormenta de anoche, a los truenos y relámpagos que las han hecho buscar un hogar menos húmedo y más seguro. He seguido su itinerario desde el escalón roto del portal. A través de la fachada del primer piso han conseguido colarse en la estructura del edificio. Mi casa está construída como se hacían antes las edificaciones de la clase burguesa. Entre pared y pared hay un hueco oscuro de unos 30 centímetros, y el suelo descansa sobre otras estructuras huecas que sirven de cobijo a estos animalitos. Las más atrevidas decidieron coger el ascensor, las hormigas más ancianas optaron por el camino seguro y todavía se encuentran deambulando por los pasillos secretos de las entreparedes. Esta mañana he contado veinte sólo en el salón y me he cruzado con una despistada en el cuarto de baño. Me pongo el café y vienen todas a saludarme y darme los buenos días con sus diminutos cuerpecitos negros y sus cabezas redonditas. Son las diez de la mañana de un sábado y estoy despierta, ellas casi no se lo creen. He intentado explicarlas que ayer fue un día duro, que estaba tan cansada que cuando llegué a casa caí en el sofá y sólo pude levantarme para desplazarme hasta la cama. Les he intentado explicar que no vi hormigas en Fuenlabrada, algo que me pareció extraño, y ellas me han contado que emigran hacia el norte de la comunidad porque hay más fresquito y menos tráfico. Una de mis pequeñas amigas quiso acompañarme a realizar mis exámenes, pero después de ver los coches sonámbulos a las siete de la mañana le entró miedo y se dio la vuelta. Las miro y te miro a tí, con las legañas del sueño todavía adosadas a tus enormes ojos castaños de perro, y pienso que todo va a salir bien, que nuestros planes se van a hacer realidad, que dentro de poco acariciaré tus enormes y suaves orejas negras en nuestra propia casa, mientras miles de hormiguitas me devoran los pies mientras desayunamos.

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