domingo, 31 de mayo de 2009

X e Y

Cuando X conoció a Y se sintió seducida por la extraña erótica del poder que combina admiración y rechazo a partes iguales. Y lo encarnaba todo, ambición y orgullo, maestría y frialdad, despotismo y una pizca de comprensión hacia los seres inferiores. X era una soñadora empedernida capaz de encontrar el lado bueno a todo lo que la rodeaba, justificaba sus abusos de autoridad con disculpas inventadas por ella misma, y sus contínuas faltas de atención con el peso que Y llevaba sobre sus hombros. Cuando X le veía entrar en la oficina imaginaba que caminaba por el pasillo camino del altar, en una iglesia llena de rosas rojas y que él levantaría el velo de su rostro y depositaría un suave beso sobre sus labios. Cuando Y llegaba al despacho, imaginaba a X con una minifalda negra, apoyada sobre su mesa y un consolador húmedo entrando y saliendo de su sexo mientras ella observaba una fotografía en la que él estaba escalando el Himalaya. Ni ella iba a casarse con él, pues ya estaba felizmente emparejada, ni él había pisado nunca un suelo más salvaje que el de un campo de golf. A la hora de comer Y solía arrojar sobre el archivador blanco un montón de papeles que debían estar clasificados a su vuelta, X utilizaba parcialmente su hora de comer para este menester. Trabajaron juntos cerca de veinte años, hasta que a Y le dio una apoplejía un viernes por la noche. El lunes por la mañana ella llamó a su teléfono móvil, a su casa y a la hora de comer se acercó con un compañero a ver qué había ocurrido y por qué Y no daba señales de vida. Encontró su cuerpo en el sofá, con el mando a distancia de la televisión todavía en su mano derecha. Nunca había entrado en el apartamento aunque una vez tuvo que llevarle unos papeles a altas horas de la noche que él recogió en la puerta sin darle las gracias. La decoración era casi inexistente, los muebles robustos de líneas rectas, no había plantas ni cuadros. X entró en la habitación principal, la cama, una cómoda, una mesilla con un libro y, cerca de la puerta, una caja de madera pintada de grandes dimensiones semiabierta. Al inclinarse para ver su contenido el estómago se le encogió. Reconoció el pañuelo, X lo perdió el verano del 86, la letra pulcra de aquellas cartas arrugadas que ella había escrito y que él había desechado porque según su criterio no eran del todo correctas, las fotografías de las cenas de navidad de cada año en las que ambos brindaban con champán. Se sentó en la cama, apesadumbrada por el descubrimiento y cerró los ojos. Imaginó que Y entraba en la habitación con el torso descubierto y unos pantalones caquis. El sol había tostado su piel y su pelo estaba alborotado. Cuando él dejó caer la mochila en el suelo ella descubrió pequeños arañazos en sus antebrazos. Ella estaba desnuda y él volvía de escalar el Himalaya.

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