sábado, 30 de mayo de 2009

Arcadia

Echo de menos los verdes prados, los acantilados tras los que se esconden pequeñas playas que sólo conocemos unos pocos, el árbol robusto que emerge de la colina al salir del pueblo. Quiero sentir hoy el olor salado del mar en mi piel tras caminar durante horas por la playa en la que he soñado despierta tantas veces, ver cómo el sol desciende por el horizonte y termina escondiéndose en algún lugar confuso entre el cielo y el mar; sentirme en casa. En definitiva, en eso consiste todo, en encontrar un lugar donde el hogar es más que un refugio y en el que no te cuesta imaginarte con cincuenta años más teniendo la misma cantidad de ilusiones y esperanzas. Fue un flechazo. Confieso que en un primer momento me resistí, pero no pude evitar volver una y otra vez y descubrir el faro, pisar la hierba mojada mientras una ligera lluvia mojaba mi pelo, caminar por los soportales empapada y con el frío calado en los huesos, llegar a casa y esconderme en el sofá amarillo mientras el viento golpeaba las ventanas de cristal y madera. Y en la cama, al mirar al techo, las oscuras vigas de madera en las que colgué estrellas y bolas plateadas, fucsias y azules. La lámpara de hierro forjado que proyectaba sus formas caladas sobre las paredes de la habitación, el olor a café recién hecho y los bollos de la cafetería de abajo, las excursiones en las que no importaba qué camino escoger y a dónde nos llevarían las carreteras secundarias que serpentean entre los Picos de Europa,...
Esta noche, antes de dormir, golpearé tres veces los tacones de mis zapatos y soñaré que vuelvo a casa.

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