domingo, 11 de octubre de 2009

Cuando veía furgonetas blancas

Nuestro cuerpo reacciona ante el miedo de forma intuitiva en situaciones inesperadas. Si una acción repetitiva nos provoca pánico nuestra mente nos prepara para afrontar los cambios. Cuando veía furgonetas blancas acababa de sacarme el carné de conducir. Siempre era el mismo vehículo, siguiendo mis ruedas por el espejo retrovisor izquierdo, muy cerca del ángulo muerto. Si me giraba para enfrentarme a ella cara a cara, se desvanecía en el asfalto. Me daba miedo conducir sola, quedarme tirada en medio de una vía y no saber qué hacer, pero ella estaba allí, acompañándome en el camino a clase, y en los primeros viajes. Al principio me asusté pero poco a poco su presencia me resultó reconfortante, agradable y necesaria. Un lunes decidió dejarme y no volví a verla nunca más.
Cuando veía un vampiro en el metro acababa de empezar la facultad. Era alto, con el pelo muy oscuro y una cicatriz en la cara. La primera vez que me lo encontré lo atisbé por el rabillo del ojo y cuando quise mirarlo directamente se derritió en el andén. Durante meses fuimos juntos a la universidad, siempre sin hablarnos, espiándonos el uno al otro en las estaciones medio vacías. Un miércoles dejé de ir a la facultad en transporte público y lo abandoné en Ciudad Universitaria. Creo que se lo esperaba porque al abandonar la estación me lanzó un beso a través de la ventanilla.
Así perdí la furgoneta blanca, el vampiro, la medalla de plata, la goma de pelo. Ya no los necesitaba.

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