viernes, 24 de julio de 2009

Lorca

Llevaba aquel vestido blanco largo, el pelo suelto y los pies descalzos. La sala estaba oscura y la única fuente de luz era una vela también blanca que llevaba entre las manos. Caminé por el pasillo hasta la puerta, con el tacto del suelo plastificado acariciándome los pies. Escuché el violín, la música era mi entrada, las manos me temblaban y la llama oscilaba a punto de apagarse. Seguí caminando contando los compases del instrumento de cuerda, recuerdo que toda yo palpitaba, que pensé que la voz no saldría de la garganta al volumen adecuado, que las notas bailarían entre el nerviosismo y el pánico escénico. La primera palabra fue débil y se disolvió en el aire, la segunda intentó buscar un hueco entre los murmullos. Subí los cinco escalones que separaban la zona de butacas del escenario y lentamente me dirigí al fondo donde tenía que encender una mesa llena de velas. La cera escurría por el cirio que sujetaba entre las manos. Noté tu mirada orgullosa entre los cientos de ojos expectantes que escudriñaban cada uno de mis pasos y creí escuchar tus palabras de aplomo en algún lugar de mi cabeza. Estabas ahí, siempre estabas ahí. La nana de Lorca revivió en mis pulmones, en cada verso cantado, con cada lágrima que intentaba no salir de tus ojos. Y canté, vaya si lo hice, mientras la cera caliente caía sobre mis dedos y el niño muerto se desperezaba al escuchar la llamada de su madre. Yo hoy te canto por Lorca, no hace falta que te explique por qué, tú siempre estás ahí.

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