viernes, 26 de junio de 2009

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La fantasía ha muerto en el acantilado. Tus pies desnudos despiertan con el duro y afilado contacto de las rocas, tus manos se aferran a sus aristas de un modo instintivo. Has llegado al límite, donde la tierra se ha topado con el mar y, asustada, ha detenido su intento de doblegarlo. No hay un paisaje más hermoso que el que tienes ante tus ojos, el mar revuelto, el sol como una pesa atada al cielo que va cerrándose de un color intenso y anaranjado, el dibujo de la costa que se extiende hasta el infinito y el olor de las hierbas, de los árboles, salpicado de sal. Lo atrapas todo en las pupilas y en los pulmones. No piensas en nada, todo es tan mágico que tus pensamientos se han paralizado, y al mismo tiempo sabes que no hay nada más real, que no puede haber nada más real porque tu cuerpo reacciona a cada estímulo. Retrocedes despacio, para no tropezar con las piedras y resbalarte con la vegetación que invade el terreno, y te alejas dando la espalda al inmenso mar, quizás a lo único que sabes que no es fruto de tu imaginación. Cada paso te recuerda lo que dejas atrás, los arañazos en la planta de los pies, el sabor salado de tus antebrazos, el mechón de pelo que se ha escapado y te acaricia la cara y, en cada paso, un nuevo pensamiento nace y se entretiene. Ves a un hombre a caballo, bajando la pradera, a punto de rescatar a mil y una damiselas en apuros. Identificas la sonrisa de la joven que ha decidido tomar las riendas de su vida de una forma apresurada, las arrugas del anciano te cuentan sus días más felices y, sus cicatrices, los más inoportunos. La fantasía cada vez es más nítida y olvidas el temor al vacío, la inmensidad del horizonte que te hace sentirte minúsculo. La fantasía muere y nace en el acantilado, como todo, como nada.

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