lunes, 9 de agosto de 2010

Calor

Leo "El vencedor está solo" bajo el sol de las primeras horas de la tarde. Me arde la piel, las gotitas de sudor resbalan por la frente y las páginas del libro empiezan a soltarse, en parte por la presión de mis dedos al estirarlas, en parte porque la temperatura ronda los 40 grados y la cola que las une se ha ablandado. Una hormiga de cuerpo rojizo me muerde el costado, un bichito dorado salta desde mi brazo a la rodilla derecha, una mosca inaguantable planea desde el dedo gordo de un pie al meñique del otro. Por alguna extraña razón, el sol se posa en mis rodillas que están mucho más oscuras que el resto de las piernas. Me recoloco el triquini, ese asombroso invento que te tatúa a cachos, media teta morena, media blanca, una lágrima oscura bajo el canalillo, costados y espalda al aire, tripa tapada. Me duelen los brazos de tenerlos en alto, me molestan los codos de apoyarlos sobre la toalla. Camino hacia el agua transparente que refleja los azulejos azules del fondo de la piscina y me zambullo. La piel reacciona ante el agua fresca, las burbujas de aire me hacen cosquillas en la tripa cuando vuelvo a meter el cuerpo en el agua tras haber cogido oxígeno de la superficie. Un par de largos más, me digo a mí misma. Me cruzo con un desconocido que nada en dirección contraria por el carril situado a mi izquierda. Un par de largos más, que no se note que me ahogo tras dar cuatro brazadas. Somos tres personas nadando, un señor con bañador rojo, el desconocido y yo, que buceo pegada al suelo como un pez limpiafondos. En el agua la mente se queda en azul, ves tu sombra reflejada en el suelo, las burbujas de aire ascendiendo, los carrillos hinchados de los otros nadadores y noto las trenzas acariciandome la espalda con cada movimiento. El desconocido sale de la piscina a pulso por el bordillo y los músculos de los brazos se tensan brillantes por el sol. He perdido el control de la respiración. Un largo más. El agua de la ducha sale caliente durante los primeros tres segundos y luego un chorro frío como un témpano me obliga a correr hacia la toalla. Con los dedos aún húmedos me enciendo un cigarro y veo que el desconocido se ha tumbado boca abajo en la hierba. Cierro los ojos. Pueden haber pasado tres o cuatro minutos o toda una vida. Al girar la cabeza ya no está allí. Vuelve la hormiga, la mosca, el bicho dorado y más páginas se sueltan de mi libro. Otro momento perfecto.

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