sábado, 21 de agosto de 2010

Arcadia

Siempre vuelvo a tus praderas, a tus montañas, donde los sueños están más cerca y las esperanzas tienen el mismo color que los campos. Brillantes y suaves, aterciopeladas, de un verde tan intenso que araña las pupilas. Camino hacia la playa con mis perras, aspirando el fresco aire que viene de la costa, el olor de la madera que recorre los techos de las casas y las vigas de los porches. Saludo a las gallinas, al gallo tardío que se despierta pasadas las 9, al conejo que frunce la naricilla desde el otro lado de la granja, a los vecinos (de siempre o temporales) que me encuentro en el camino. Pasa un tractor, un señor con una perra vieja, una madre con su hijo, el chico que mira por la ventana mientras se quita las legañas con el dorso de las manos. Me dicen que sólo veo el lado positivo de este lugar, que se me olvidan las lluvias, la humedad, las noches frías de edredón y colcha, el olor a pez en el puerto, a puerto en los bares. Que esta pasión es pasajera, que he buscado refugio del mundo en un pedacito de agua y tierra y que todos los pueblos con los que la comparo también tienen sus cosas buenas. Esos lugares no son míos. Este sitio al que nunca fuiste y nunca irás me pertenece. El sitio al que nunca fuiste invitado. Mi mar, mi brisa, mis árboles, mis anjanas, mi paraíso.

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